sábado, 4 de enero de 2020

Manifestaciones del prohibicionismo en el Estado Plurinacional de Bolivia

Discurso oficial, práctica institucional y 
uso de la estadística en materia de drogas

Theo Roncken


Resumen: El afianzamiento de políticas de drogas enmarcadas en el prohibicionismo ha dejado claras huellas en las Américas. En la Región Andina destacan los impactos de permanentes campañas que buscan delimitar la cultivación de coca. 

En particular desde los ’80 estas constituyen un elemento clave de la llamada lucha contra el narcotráfico en el lado de la oferta, sin haber arrojado evidencia empírica de un eficaz aporte en ese sentido. Con el paso de los años los lineamientos de la prohibición también mostraron su esencia contraproducente en otros ámbitos de acción estatal. 

Un notable efecto de las políticas enfocadas en la persecución policial y penal es, que afectan de manera selectiva a personas y comunidades involucradas en eslabones inferiores del negocio de las drogas ilícitas, mientras que en niveles superiores terminan favoreciendo la continuidad de una u otra estructura operativa. A partir de experiencias propias similares, se fueron levantando voces por un cambio de paradigma a lo largo del mundo. 

En América Latina la promoción de alternativas se agrupa en torno a la llamada Reducción de daños, y también se inspira en un ímpetu por desprenderse de imposiciones históricas
y reformular políticas nacionales con autonomía. 

Este texto revisa el discurso oficial, la práctica institucional y el uso de la estadística en el período presidencial de Evo Morales, a fines de precisar la ubicación de la política de drogas del Estado Plurinacional de Bolivia en ese cambiante contexto regional.

Palabras clave: prohibicionismo, política de drogas, discurso oficial, nacionalización, práctica
institucional, uso de la estadística.

Política de drogas: ¿de la prohibición a la nacionalización?


Hacia fines de 1961, los primeros decretos nacionales sobre coca y drogas marcaron el ingreso de
Bolivia al régimen prohibicionista internacional. Este se había fortificado meses antes con la adopción de la Convención Única sobre Drogas Narcóticas en una reunión especial de la Organización de Naciones Unidas (ONU) en Nueva York. En concordancia con los lineamientos de esa actualización de la normativa supra-estatal, la entonces República de Bolivia acogió la sustitución de cultivos de coca como eje fundamental de su política, y estableció un trato penal especial para problemas en el lado de la oferta, que es donde la diplomacia mundial ubicaba al país (Ruiz-Cabañas, 1993).

Con el tiempo, pobladores, funcionarios y gobiernos de todos los continentes han tomado conciencia de que el enfoque de la prohibición, a lo largo resulta contraproducente y conlleva una serie de otros problemas que pueden llegar a ser peores que aquellos a los que pretende erradicar. En consecuencia, crecieron las voces – en América Latina sobre todo en el nuevo milenio – que reclaman y abogan por un cambio de paradigma en las políticas de drogas.

En países como Argentina, Brasil y Uruguay, que experimentaron notables aumentos de una diversidad de problemas relacionados con consumo de drogas, se potenciaron propuestas y prácticas enmarcadas en la noción de la Reducción de daños, que ya desde antes gozaba un significativo respaldo en varios países europeos. En otros países el discurso del cambio pone mayor énfasis en la necesidad de desvincular las políticas de drogas de intereses ajenos a las realidades nacionales y latinoamericanas. Es en particular el caso de Colombia, con México uno de los países más visiblemente afectados por la militarización que desde los años ‘70 acompaña la exportación de prácticas prohibicionistas de Estados Unidos a otros países del continente. Labate y Rodrigues (2015: 25) afirman esta heterogeneidad de experiencias con el prohibicionismo en la región, y conceptualizan su actual puje por un cambio como el surgimiento de un conjunto de perspectivas alternas.

En este cambiante y variado contexto de discursos, prácticas y modos de manejar la información en la región respecto a la temática, ¿Dónde cabe ubicar a la política de drogas del Estado Plurinacional de Bolivia? Reside un especial interés en esta pregunta porque el ascenso de un dirigente cocalero2 a la presidencia del país en enero de 2006, generó grandes esperanzas tanto como temores, por la expectativa de un cambio de rumbo en materia de coca y drogas.

En efecto, pasadas las ceremonias de la instalación el gobierno de Evo Morales reafirmó su promesa electoral de promover la revalorización de la hoja de coca por sus cualidades culturales, sociales y medicinales. De otra parte, el primer discurso oficial sobre la temática también destacó que la nueva política buscaría alcanzar la meta de cero cocaína en el país. Si bien tal propósito supera cualquier perspectiva de cambio alcanzable en cuanto a opciones de modificar el negocio de la cocaína bajo un régimen prohibicionista dominante; en ese momento el anuncio podía ser interpretado como un recurso discursivo para compensar reacciones encontradas en torno a la hoja de coca.

En adelante, sin embargo, el lema “Coca sí, Cocaína no” llegó a ocupar el centro del llamado proceso de nacionalización de la política boliviana. Documentos oficiales han destacado la importancia de la expulsión de la Drug Enforcement Administration (DEA) en noviembre de 2008 para una exitosa culminación de dicho proceso, por concretar el quiebre con las dependencias e imposiciones del pasado. Es así que el plan estratégico para el período 2016-2020 sostiene que hoy, el Estado boliviano estaría estableciendo sus políticas, los recursos financieros y “su propio accionar para enfrentar esta actividad ilícita transnacional a través de la autodeterminación donde la dignidad y soberanía del país es fundamental” (Conaltid, 2016a: 9). La denominada estrategia nacionalizada estructura actividades según los tres ejes de la Reducción de la Oferta, la Reducción de la Demanda y el Control de Cultivos Excedentarios de Coca; y se complementa con el pilar de la Responsabilidad Internacional Compartida que, bajo el concepto de la “regionalización”, se materializa mediante acuerdos bilaterales, regionales y multilaterales, operaciones conjuntas y otras acciones de cooperación con países vecinos (ibídem: 10).
Un primer aspecto que llama la atención, es que los pilares de esta “política nacionalizada” siguen siendo los que fueron implantados según los lineamientos de la prohibición. También resalta el
2 Nombre de uso popular para el sector de los cultivadores de hoja de coca.
planteamiento de que: “Con la nueva Constitución Política del Estado (CPE) se concretó la refundación de la nueva Bolivia […] en el que la Lucha contra el Narcotráfico es un tema prioritario de seguridad del Estado” (ibídem: 4). Fue justamente desde esa mirada que a lo largo del continente se ha impulsado políticas de securitización que ya suman más de medio siglo de rotundos fracasos. Basadas en la premisa de que el establecimiento de soberanía, poder de decisión y autonomía de acción – y su recuperación en territorios cedidos al crimen organizado – pasaría ante todo por un despliegue de fuerzas policiales y/o militares, sus estrategias resultaron contraproducentes, además de nocivas para el desarrollo democrático y el respeto de los derechos humanos. De la misma manera, el pilar que añade la estrategia en el marco de la regionalización, muestra una práctica operativa que, antes de tender puentes para una articulación de políticas alternas, apunta a reforzar la coordinación de las típicas acciones de vigilancia y control del prohibicionismo.

También cabe preguntarse por qué la política boliviana mantiene el enfoque en el control sobre la cultivación de coca, que es probablemente el área de acción que más claramente evidencia la ineficacia de la lógica prohibicionista. Anteriores gobiernos argumentaban su imposibilidad de sustraerse a los dictámenes de Estados Unidos, que venían acompañados de amenazas de recortar o suspender créditos bilaterales y multilaterales. La suspensión de relaciones diplomáticas con la Casa Blanca y el reportado sostenido auge de la economía nacional en la presidencia de Morales, anularon ese obstáculo. Queda una ambigua y poco explícita justificación que alude a la necesidad de asumir responsabilidades y cumplir compromisos internacionales por decisión propia y auto-determinada. Esta falta de claridad invita a pensar que el rol de orientación (o condicionamiento) de políticas y prioridades en la materia que antes era asumido por agencias estadounidenses, continúe anclado en acuerdos y convenios de cooperación con la Unión Europea, la ONU y países de la región. Sin duda, las estrategias de tipo zanahoria más que de tipo palo que prevalecen en estos ámbitos de la diplomacia internacional, se adecúan mejor al trato respetuoso que demanda el gobierno boliviano. Lo que queda por ver es, si ello en efecto se tradujo en el respeto a la soberanía nacional y los derechos constitucionales que el discurso oficial constata en las prácticas estatales y supra-estatales. Este artículo enfoca dicho cuestionamiento en componentes de la práctica institucional boliviana que dan lugar a verificar un cambio en el sentido oficialmente planteado (nacionalización) o más bien, una continuada adhesión a los lineamientos de la prohibición. En particular, se revisa características del diseño de la política de drogas, de su implementación y del uso de la estadística, que informan sobre la orientación y el estado de la acción estatal en estos ámbitos y sus respectivos niveles de coherencia con el discurso oficial.

Definición del problema y diseño de la respuesta


Antes de contrastar palabras y hechos, cabe señalar una inconsistencia fundamental de la política boliviana sobre drogas que notablemente arrastra el discurso oficial. Este asienta su definición de “el problema” y diseño de “la respuesta” en dos imaginarios que conformarían los extremos de una supuesta dicotomía. En un lado estarían las drogas y el narcotráfico que, según el caso, se turnan para representar al mal encarnado. Ese sería el problema: un peligroso enemigo de la humanidad que debe ser evitado, combatido y aniquilado. Se trata de una representación típica de la mirada prohibicionista que en el otro extremo, coloca a sus respuestas privilegiadas del momento. Conforme nociones comunes asociadas al surgimiento y auge de la democracia representativa, las actuales respuestas de preferencia están mayormente enmarcadas en el andamiaje jurídico del Estado de derecho. Este albergaría una especial idoneidad para hacer frente al demonio del narcotráfico porque, según su correspondiente imagen sacralizada: “es pura legalidad y bien común […], situado por encima de toda particularidad, moralmente distinto y superior” (Emmerich, 2015: 92).

Esta mirada constituye el principal fundamento del actual discurso oficial sobre drogas en Bolivia, y también lo hace en materia de seguridad ciudadana. Ambas áreas destacan por un particular potenciamiento de la referencia a los mencionados imaginarios en declaraciones públicas de autoridades y voceros gubernamentales. Estos, antes de encontrarse en lados opuestos, en realidad se complementan en promover una peligrosa simplificación de las complejas y variadas dinámicas de relacionamiento entre el Estado y el narcotráfico. Son dinámicas complejas porque el narcotráfico, con sus particulares ofertas (de ganancias, mejores condiciones de vida, status y reconocimiento, protección u otros), suele adquirir legitimidad y poder en territorios sociales, institucionales y geográficos que otros actores con una competencia o capacidad para sentar soberanía – como el Estado – dejan desatendidos. En último caso, Estado y narcotráfico entran en una disputa de monopolios en donde el segundo lleva mayor ventaja en tanto el otro se entronque más en la “parálisis del Estado de derecho, que todo lo promete y nada cumple” (ibídem: 51). En ausencia de una mejor oferta para sentar soberanía, el Estado tiene dos alternativas: pelear por el dominio, o entrar en un acuerdo sobre recursos y conductas. El conjunto de maneras que son aplicadas para afrontar ese dilema, determina la variedad de dinámicas en el relacionamiento de Estado y narcotráfico.

Un discurso oficial basado en los referidos imaginarios supuestamente dicotómicos, contribuye a promover la negación de estas realidades. Una política diseñada según los lineamientos de tal mirada, pasa por alto a la dimensión política que adquiere el narcotráfico cuando ve necesidad de entrar en una disputa por el dominio sobre territorios de su interés para garantizar la continuidad de actividades habituales (orientadas a la acumulación económica). Tal deliberada simplificación de la lectura estatal facilita la expansión de la agencia política del narcotráfico que puede, por ejemplo, estar dirigida a optimizar la inserción en la economía legal o a establecer dominio sobre toda actividad delictiva en un territorio. En este último caso se: “…coopta la agenda de seguridad [lo que] implica una fuerte victoria simbólica del narcotráfico” (ibídem: 23). Al mismo tiempo, son justamente las “políticas represivas, sean empíricas o estratégicas” las que obligan al narcotráfico a politizarse y buscar sentar monopolio (ibídem: 25). Las recurrentes manifestaciones de violencia en la historia del narcotráfico en México y Colombia reflejan este tipo de interacción con la agencia estatal.

Pero en realidad, la confrontación violenta no favorece un exitoso emprendimiento, por lo que como estrategia, es abandonada en tanto un grupo o sector ilícito logre establecer dominio. Luego, este asume un comportamiento político que, como señalado arriba, apunta a establecer acuerdos con el Estado. En disputas sobre espacios no o poco militarizados: “El control territorial suele realizarse en complicidad con las autoridades policiales, judiciales y políticas de la zona. […] Dado que la Policía es la única institución estatal que se relaciona en forma permanente con estos territorios, el narcotráfico debe necesariamente vincularse con ella (ibídem: 44). La implementación de la política de drogas en Bolivia revela que persisten importantes desafíos en ese sentido. A su vez, estas llevan a activar dinámicas de distorsión y control en el área de la información pública. Las siguientes partes de este artículo enfocan respectivamente en características mayores de la práctica institucional y del manejo de la información en materia de drogas, a fines de contrastar el discurso oficial con realidades manifiestas, y poner en cuestión a las nociones que actualmente rigen en la definición del problema y el diseño de la respuesta.

La práctica institucional y su esencia discrecional

Confusiones en la Reducción de la Demanda


En años recientes el discurso oficial y la política boliviana ubican el abordaje de problemas relacionados al consumo de drogas en el ámbito de la salud pública, pero la práctica institucional aún muestra poca atención en ese sentido. Hasta hace menos de dos años atrás, el Ministerio de Salud no tenía acceso a un presupuesto que le permitiese asumir alguna de las responsabilidades que le eran formalmente otorgadas, y lo poco que se hacía era coordinado por una sección del Ministerio de Gobierno. De la misma manera, la Policía Boliviana aún continúa a cargo de las permanentes charlas de prevención primaria en colegios y vecindarios, que es la parte más desarrollada en esta área de atención. Como consecuencia de esta persistente confusión de competencias, un gran número de consumidores habituales entra en contacto con el sistema penal y termina formando parte de la población carcelaria del país, sea por acusación de delitos de drogas o por un delito común vinculado al consumo problemático. Según Achá (2017) la posesión de una droga de uso ilícito es una de las figuras legales que faculta la aprehensión policial de consumidores. Por dar “motivo para presumir una intención de venta (posesión dolosa), se abre la posibilidad de que los consumidores no sean considerados como tales sino como autores del delito de tráfico de drogas o del delito de suministro de drogas, siendo suficiente para ello que porten sólo unos cuantos gramos de la sustancia” (Achá, 2017: 28). Como muestra Gráfico 1, en todo el período 2006-2014 los delitos de tráfico y de posesión fueron oficialmente reportados como los principales motivos de la aprehensión policial.

Gráfico 1: Aprehensión anual por delitos de sustancias controladas (2006-2014)
Fuente: Elaboración propia con datos de la Fuerza Especial de Lucha Contra el Narcotráfico (FELCN), en INE <www.ine.gob.bo/>

La aprehensión policial corresponde formalmente al pilar de la Reducción de la Oferta, que es donde la lógica prohibicionista se manifiesta con mayor claridad en prácticas institucionales. Una característica que da cuenta de ello es la sistemática aplicación selectiva de la normativa. Esta resulta en un notable sesgo de la persecución policial y penal que afecta en particular a personas involucradas en eslabones inferiores del negocio de drogas ilícitas, mientras que en niveles superiores sin excepción, termina favoreciendo la continuidad de una u otra estructura operativa. Esta realidad responde en buena parte a mecanismos de criminalización secundaria que aplican las instituciones de control penal, “a través de los cuales operan filtros que seleccionan a aquellas personas y conductas sobre las cuales recaerá la acción punitiva” (Achá, 2017: 6-7). Achá ha constatado que en los principales centros penales del país, esta aplicación discrecional se realiza: “de acuerdo con el mayor o menor poder que tienen los individuos o grupos.

En cuanto mayor es el poder […], menor es el riesgo de ser definido como delincuente y ser seleccionado por el sistema penal […]; y en cuanto menor sea el poder […], mayor será el riesgo de ser seleccionado (ibídem, citando a González, 2013). Como consecuencia de esta práctica habitual, la población carcelaria incluye, además de un gran número de personas imputadas o condenadas por delitos menores de drogas (ver sub), a “aquellos consumidores de drogas que suelen ser discretamente remitidos al sistema penal” (ibídem).

Persecución selectiva en la Reducción de la Oferta


El desglose del reporte de la aprehensión por tipo de actividad ilícita que la motivó (ver Gráfico 1), indica una persistente tendencia de la práctica de interdicción a arrestar por tráfico y posesión de sustancias controladas más que por producción o transporte. De una parte esta diferencia responde a los criterios que aplican en la delimitación de categorías por parte de las instancias policiales que realizan la aprehensión y registran su principal motivación. Según la normativa boliviana, el tráfico de sustancias controladas comprende a “todo acto dirigido o emergente de las acciones de producir, fabricar, poseer dolosamente, tener en depósito o almacenamiento, transportar, entregar, suministrar, comprar, vender, donar, introducir al país, sacar del país y/o realizar transacciones a cualquier título, y financiar actividades contrarias a la ley” en relación a éstas (Achá, 2017: 28, con base en la Ley 1008/1988, Artículos 33 y 48). La amplitud de esta definición hace factible que prácticamente toda actividad que se presta para generar evidencia o sospecha de una relación con el negocio de las drogas, puede motivar una aprehensión por tráfico. Ello incluye a acciones de producción, transporte y posesión (dolosa) que constituyen las otras categorías del registro de la motivación del arresto. Se entiende por ende, que en la práctica operativa de la interdicción rigen criterios adicionales a aquellos establecidos por ley, para determinar el motivo principal de la aprehensión.

Gráfico 2: Aprehensión anual por tráfico de drogas de varones (M) y mujeres (F) de categorías más implicadas según desglose por sustancia y grupo de edad (2008-2012)
Fuente: Elaboración propia con datos de la FELCN, en INE <www.ine.gob.bo/>

El mayor nivel de desglose en la publicación de una parte de estos datos por el Instituto Nacional de Estadística (INE), revela características de la aprehensión que permiten identificar a otros factores explicativos de su selectividad. Con base en ese desglose de datos por sexo (de 2006 a 2014) y por grupo de edad y tipo de droga involucrada (de 2008 a 2012), los gráficos 2 y 3 muestran las categorías que presentan los mayores números de implicados en la aprehensión anual por tráfico de drogas y por posesión de drogas respectivamente. En caso de registrarse un delito de tráfico como motivo principal, la aprehensión se concentraba en este último período en actividades con pasta base de cocaína e involucraba en mayor medida a varones y mujeres de más de 24 años de edad (ver Gráfico 2). Entre 2008 y 2011 estos constituían juntos de 53 a 59% del total de los aprehendidos por tráfico. En 2012 la proporción bajó a 44%, mientras hubo un sensible aumento en la aprehensión por tráfico de marihuana, implicando sobre todo a varones mayores a 24 años, y en segundo lugar, a varones de 15-24 años de edad. Como de su parte muestra Gráfico 3, en todo el período estos dos últimos grupos fueron también los más afectados por la aprehensión por posesión, que se concentró en marihuana.

Gráfico 3: Aprehensión anual por posesión de drogas para varones (M) y mujeres (F) de categorías más implicadas según desglose por sustancia y grupo de edad (2008-2012)
Fuente: Elaboración propia con datos de la FELCN, en INE <www.ine.gob.bo/>

En 2011 y 2012 la aprehensión de varones por posesión de marihuana también registró un notable aumento numérico. La mayor detención de personas con marihuana que registran ambos gráficos en esos años, puede indicar un cambio mayor en el negocio de las drogas y/o el enfoque de la persecución policial. La estadística que actualmente puede ser accedida, no da mayores luces al respecto. Sin embargo, el conjunto de datos expuestos en líneas anteriores, correlaciona con la observación general de que la llamada lucha contra el narcotráfico enfoca en eslabones inferiores de la cadena organizacional, que es donde esta se vincula con drogas (ilícitas) y tiene visibilidad cotidiana. En escalones superiores, en cambio, el narcotráfico mayormente involucra actividades desprendidas de una relación directa con las drogas; y solo se hace “parcialmente visible en la etapa de crímenes predatorios, cuando está pugnando por la conquista de un territorio” (Emmerich, op.cit.: 31). Este último caso demanda un manejo de la estadística que permita identificar probables vinculaciones con la comisión de homicidios, secuestros y otros delitos comunes. Para el universo de actividades que adquiere visibilidad cotidiana, el desglose de datos presentado lleva a postular una particular concentración de la aprehensión policial en tres tipos de actividades: transporte de cantidades menores de cocaína por personas fácilmente reemplazables (popularmente llamados mulas); venta de marihuana y pasta base al por menor para el consumo local (el llamado narcomenudeo), y consumo de marihuana.
Tanto las aprehensiones por tráfico como las que son motivadas por posesión, pueden dar lugar a una imputación formal por tráfico o por suministro de sustancias controladas. Observaciones de la práctica actual indican que: “si la cantidad de droga supuesta para la venta es menor a 10 gramos, la persona es imputada por el delito de suministro que tiene una pena entre 8 a 12 años de privación de libertad; y si la cantidad de droga es mayor a 10 gramos, la imputación se hace por el delito de tráfico, que tiene una pena entre 10 y 25 años de cárcel” (Achá, 2017: 32). Sin embargo, la aplicación no sigue una diferenciación nítida y la decisión por uno u otro tipo penal: “parece depender, en gran medida, del criterio del fiscal que hace la imputación y del tribunal que lleva el proceso penal” (ibídem). Un abogado local especialista en temas de narcotráfico puntualizó que: “Tanto en la investigación como en el juicio propiamente dicho, dentro de la [ley] 1008 lo peor es la discrecionalidad del fiscal para hacer la imputación y acusación, […] el peor delito en Bolivia es ser pobre” (Evaristo Peña, citado en Ferrel, 2017).

Gráfico 4: Personas encarceladas por delitos de sustancias controladas en 2016
Fuente: Programa Libertas (2017), con datos de la Dirección General de Régimen Penitenciario
Un indicador del efecto combinado de la aprehensión selectiva y la discrecionalidad en la imputación, es la composición de la población carcelaria por categoría de delito. Gráfico 4 muestra dicha relación para delitos de sustancias controladas según la estadística oficial de mayo y agosto de 2016 respectivamente. Los datos muestran que el permanente sesgo a favor de la aprehensión por delitos de tráfico hasta 2014 (visualizado en Gráfico 1), aparece reforzado en el estado de la persecución penal durante 2016.

Ello podría ser señal de un trato penal especialmente duro (aprehendidos por posesión llegan a ser imputados por tráfico), pero en las condiciones de permanente sobrecarga que caracterizan al sistema judicial boliviano, es probable que se deba más bien a un menor grado de imputación de la aprehensión por posesión. También el notable aumento de la detención carcelaria por delitos de drogas de mayo a agosto de 2016, puede ser señal del efecto combinado de una numerosa aprehensión policial e insuficiencia de capacidad en la persecución penal. La parte sobre el manejo de la información y uso de la estadística retoma estos temas (ver sub).

Discrecionalidad en el control de la cultivación de coca


La adhesión boliviana al régimen prohibicionista y sus sucesivos acuerdos y tratados internacionales se tradujo, en particular tras el retorno a la democracia en 1982, en un permanente e incómodo compromiso con objetivos de sustitución, reducción y/o control de cultivos de coca. Como estrategia anti-drogas la reducción de plantaciones de coca carece de una sólida base teórica o una implementación empírica que permita sugerir alguna eficacia en el contexto regional. Para Bolivia también se convirtió en un nocivo instrumento de coacción diplomática, funcional a la imposición de políticas económicas a favor de la empresa transnacional que además, alejaba la posibilidad de forjar un abordaje autónomo del problema de las drogas. Esta dinámica parecía poder llegar a su fin en la presidencia de Morales. Sin embargo, desde un inicio el protagonismo gubernamental del Movimiento al Socialismo (MAS) combina una vigorosa promoción discursiva de la demanda de
revalorización de la hoja (que en el ámbito de la diplomacia internacional cosechó varias intervenciones estratégicas exitosas) con un reforzado esfuerzo para reducir cultivos. Es lo que muestran datos oficiales y de ONUDC que sugieren que ello se tradujo a partir de 2010 en una sostenida disminución del área total de coca cultivada en el país (ver sub).

¿Cómo llegó Bolivia a cumplir sus nacionalizadas cuotas de reducción de coca? Al respecto destaca el hecho de que un acuerdo inicial de 2004 abrió nuevos escenarios discursivos y de negociación, que el gobierno del MAS supo aprovechar tanto en el ámbito nacional como internacional. Dicho acuerdo fue firmado entre las organizaciones cocaleras del Trópico de Cochabamba (región también referida como Chapare3) y el gobierno de Carlos D. Mesa, estableciendo un reconocimiento ad-hoc para la cultivación de coca en esa zona hasta un extensión máximo de un cato por afiliado registrado (en la región tropical 1.600 metros cuadrados). De esta manera, el número de productores registrados en la zona tropical llegó a legitimar en ese momento a 4.200 hectáreas de coca hasta entonces formalmente consideradas excedentarias. Ya en el gobierno, el MAS dirigió la elaboración de un mecanismo para controlar esa producción con participación activa de las mismas organizaciones cocaleras. Documentos sindicales indican que en un principio, esta idea del llamado control social4 estaba orientada a garantizar una cultivación sana para el consumo directo, y apta para la industrialización que formaba parte del proyecto de revalorización de la hoja de coca. En la práctica, la noción del resguardo de una producción de calidad, no tardó en perderse de vista a favor de un control sindical con enfoque en la extensión de cultivos. Pero en ese sentido, el concepto facilitó un acercamiento a instancias multilaterales que se brindaban como fuente de financiamiento alternativa a las que proveía Estados Unidos. Como resultado, la Unión Europea y la ONU se comprometieron a colaborar en el diseño y la implementación de una estrategia de reducción de coca con control social.

En el plano interno el éxito discursivo y operativo fue bastante menor. El gobierno del MAS y las organizaciones cocaleras del Chapare que hacen su principal base política, tenían en mente aplicar el modelo boliviano del cato y el control social de la producción de coca en todas las áreas de cultivación del país. Sin embargo, hay importantes diferencias entre las condiciones y prácticas agrícolas de la zona tropical y las que rigen en la vida familiar y social en áreas de cultivación tradicional de la hoja de coca, ubicadas en regiones yungueñas, vale decir: subtropicales.

Los pobladores de esas regiones tienen varios motivos objetivos y subjetivos para demandar un trato diferenciado para sus cocales5; que las autoridades, al parecer, han subestimado. Entre las diferencias objetivas destacan: el grado de dependencia de los ingresos de la coca; la sensiblemente mayor inversión de tiempo que requiere la cultivación con métodos tradicionales; la especial aptitud para el consumo directo de esa coca; a cambio de una bastante menor productividad. El argumento subjetivo más escuchado para reclamar una diferenciación entre áreas cocaleras, es que la coca del Chapare no serviría para el consumo legal. En efecto, los hábitos del llamado consumo tradicional en Bolivia muestran una contundente preferencia por la hoja de coca yungueña, que es calificada de “dulce”, no “amarga” como la chapareña. Sin embargo, el mensaje que conlleva la desestimación de esta última para el consumo en el debate nacional sugiere, sin verificación, que la mayor vinculación de la coca tropical con el negocio de la cocaína no aplicaría en áreas tradicionales.

3 En realidad, Chapare es una provincia del departamento de Cochabamba que cubre parte de la zona tropical.

4 Cabe señalar que este uso específico del término en el control de la cultivación de coca, no sigue la noción del derecho al Control Social que es reconocido en la Constitución Política del Estado a fines de garantizar un eficaz ejercicio de monitoreo y control ciudadano sobre el desempeño de la institucionalidad estatal.

5 Plantaciones de coca.

Más allá de toda argumentación, el factor determinante para el pobre éxito que, por ahora, cosecha la campaña gubernamental por la implementación del cato en todo el país, ha sido el peso numérico y alto nivel de organización de las familias cocaleras de los Yungos de La Paz. En negociaciones en torno a la Ley General de la Coca, que finalmente fue promulgada en marzo de 2017, su sector obligó a las autoridades a aceptar una exención del obligatorio cateo6 que establece la nueva normativa para las otras zonas de cultivación del país. El antecedente inmediato de esta eficaz resistencia es, precisamente, el conjunto de acciones estatales que desde 2006 buscan alcanzar metas de reducción, a tiempo de imponer el cateo y el control social de la coca en las zonas de cultivación tradicional. Según datos oficiales, de las 45.170 hectáreas de coca sacrificadas entre 2006 y mayo de 2012, la mayor parte – 40.007 hectáreas – fue objeto de una reducción concertada (también llamada racionalización) apoyada en acuerdos con organizaciones cocaleras, mientras que 5.163 hectáreas fueron erradicadas forzosamente (Cambio, 2012). Al respecto se ha comentado que: “la política de reducción de coca del gobierno de Morales ha sido causa de nuevas dinámicas de exclusión y marginalización (de sectores poblacionales), división social (entre sectores cocaleros) y confrontación violenta (entre éstos y el aparato estatal)” (Roncken y Achá, 2015: 243).

Esta crítica se sustenta principalmente en testimonios y observaciones directas de las nuevas violencias que conllevaron la aplicación discrecional de la erradicación forzosa y la imposición del cateo en áreas de cultivación tradicional que, por ser relativamente poco pobladas, no cuentan con el poder político del sector cocalero de Yungas de La Paz. Por ejemplo, en el área de Yungas de Vandiola que colinda con el Trópico de Cochabamba murieron, ya en agosto de 2006, dos comunarios por impacto de bala en defensa de sus cocales. En su primera reacción ante el hecho, el propio presidente marcó la postura que asumiría su gobierno a lo largo de la siguiente década para con este sector cocalero, al referirse a los campesinos asesinados como narcotraficantes. De esta manera, una de las pocas áreas que aún preservaba condiciones óptimas para potenciar a la cultivación orgánica de coca, llegó a afrontar un permanente despliegue de acciones estatales de erradicación, negociación directa con comunidades individuales, cooptación de algunos dirigentes y desprestigio de otros que, con el tiempo, debilitó a la protesta pero sin borrarla del mapa. Ese parece ser el objetivo de la nueva ley de la coca que, a modo de golpe de gracia, anuló el reconocimiento que tenía Yungas de Vandiola como zona de cultivación tradicional en la anterior normativa (la Ley 1008).
Un caso similar se presentó en el municipio de Apolo, en el norte del departamento de La Paz donde un confuso y no aclarado hecho de violencia, llevó en octubre de 2013 a la aprehensión y el encarcelamiento de dirigentes cocaleros quienes, sin sustento en evidencia, fueron públicamente presentados como colaboradores de narcotraficantes y responsables directos de “una emboscada cobarde […] fríamente planificada” (ABI, 2013). De su parte, dirigentes de Apolo y de Yungas de Vandiola responsabilizan al gobierno por las violencias y analizaron más bien, que su iniciativa de días antes para establecer una alianza nacional de organizaciones cocaleras de áreas tradicionales, había motivado un reforzamiento de la represión institucional.

Manejo de la información y uso de la estadística






6 Registro oficial de la cultivación individual, con base en la delimitación del cato.
Los efectos del enfoque prohibicionista y las violencias estatales que éste conlleva, pueden hacerse manifiestos en prácticas y hechos que generan estadísticas, pero también en noticias sobre los mismos; lo que puede dar motivo a una activación de prácticas de control sobre toda esa información por parte de la institucionalidad estatal. Nuevas normativas elaboradas en el marco de la Constitución Política del Estado de 2009, instruyen la aplicación de mecanismos de transparencia en todos los niveles y sectores del Estado. No obstante, análisis reciente sobre la disponibilidad de datos en temas de violencia e inseguridad ciudadana en Bolivia ha constatado un normalizado direccionamiento y uso interesado de la estadística en reportes e informes oficiales, observando que:
En particular los informes anuales del Ministerio de Gobierno suelen presentar estadísticas y casos ejemplares para “evidenciar” los supuestos éxitos obtenidos, mientras omiten datos contradictorios, o los interpretan de una manera sesgada. Por ejemplo, es común encontrar que una disminución en la denuncia de un determinado tipo de delitos de un año al siguiente es explicada sin más como consecuencia directa de la exitosa implementación de una política o estrategia operativa […]; mientras que un aumento de la denuncia se debería a una mayor disposición de personas victimizadas a acudir a las instituciones del Estado bajando el nivel de la “cifra negra” del delito y por ende, también reflejaría un resultado positivo obtenido (UMSS, 2016: 5).
El análisis puntualizó que es en el área operativa de la política de drogas “[d]onde esta lógica dual se ha institucionalizado y normalizado con mayor ímpetu. […] se mide cantidades de operativos realizadas, personas detenidas, drogas incautadas, fábricas destruidas, hectáreas de coca erradicadas, etcétera; y sus variaciones son altamente susceptibles a las lecturas a conveniencia” (ibídem). En el caso de la estadística sobre la hoja de coca, sin embargo, se cuenta con un reporte de monitoreo regular de UNODC. Ello por un lado, otorga la credibilidad a la estadística oficial publicada, mientras que por el otro lado, cumple un rol externo de revisión y ajuste.

¿Qué dice la estadística de la coca?






Gráfico 5 muestra una copia del reporte gráfico de la estadística oficial de la reducción y extensión de cultivos de coca en Bolivia en el documento de la estrategia boliviana en materia de drogas para el período 2016-2020 (Conaltid, 2016a). Sobre el período de 2005 a 2015, los números exactos son presentados en el informe de monitoreo de cultivos de coca en Bolivia 2015 de la United Nations Office on Drugs and Crime (UNODC). Estos datos provocan dos comentarios generales. Primero, permiten hacer un cuestionamiento sobre la eficacia de la inversión en acciones de reducción de coca que hoy, como señalado en líneas anteriores, proviene mayormente de recursos públicos.

En los diez años de 2006 a 2015, dichas acciones resultaron en un total de 87.487 hectáreas de coca reducidas y otras 33.359 hectáreas de almácigos que estaban destinados a nuevas plantaciones o al replante. En el mismo período el área de coca cultivada en el país bajó de 25.400 a 20.200 hectáreas, lo que se traduce en una reducción neta de no más de 5.200 hectáreas.


Gráfico 5: Estadística de la reducción y extensión de cultivos de coca (2000-2015)
Fuente: Conaltid, 2016a, p. 14, con datos del Viceministerio de Defensa Social y UNODC
Para el período de 2006 a 2013 el informe mundial sobre drogas de ONUDC (2015: iii-iv) también afirmó una disminución del área de cultivación de coca a nivel regional (de 159.600 a 120.800 hectáreas). La reducción neta correspondía sobre todo a Colombia donde la extensión de coca reportada bajó en ocho años de 86 mil a 48 mil hectáreas. La acción de erradicación en ese país involucró a 1.312.195 hectáreas de coca – 395.925 en forma manual y 916.270 mediante el rociado con glifosato. Perú más bien registró un ligero aumento de la cultivación (de 48.200 a 49.800 hectáreas), no obstante un también notable esfuerzo de erradicación manual (101.245 hectáreas). No obstante la evidente inmediata respuesta compensatoria ante la erradicación en cada país productor, la estadística regional sugiere un posible resultado sostenible de la estrategia de reducción. Sin embargo, en caso que realmente exista una baja en la producción, la indagación sobre una posible relación causal debe considerar a varias otras variables. En el lado de la demanda puedan, por ejemplo, darse cambios en los hábitos de consumo que inciden en el mercado de la cocaína. En el lado de la oferta, la productividad de la coca y las tasas de la conversión de coca en cocaína pueden ser variables relevantes. Los datos de la productividad en la cultivación de coca, hacen el tema del segundo comentario general.

En el referido informe de monitoreo de los cultivos de coca en Bolivia, la misma UNODC (2016: 84) plantea la necesidad de completar la medición en hectáreas con estudios actualizados sobre respectivamente la productividad (kilos de hoja de coca seca por hectárea) en las diversas regiones de cultivación, y los rendimientos de la conversión de coca en cocaína. Según las estimaciones realizadas con los datos de la extensión en hectáreas, la producción nacional de coca habría bajado de 42.000 toneladas (TM) en 2005 a 32.500 TM en 2015. La reserva es que los cálculos se basan en
tasas promedias de productividad que arrojaron estudios de 2005 en el departamento de La Paz y de 1993 en el caso de Cochabamba (léase: Chapare). Al respecto, cabe señalar que la delimitación formal del área de cultivación permitida a un cato de coca (ver supra), ha tenido un notable efecto en el esfuerzo de productores para elevar el rendimiento de sus cultivos. Una de las manifestaciones de ello, es un espantoso avance del uso de abonos químicos y plaguicidas, con los que se busca elevar la productividad.

En años recientes la zona tropical ha reportado tasas que varían de 4 a 14 paquetes (aproximadamente 23 kilos) de coca por cato por cosecha, pero que hoy parecen oscilar entre 7-8 paquetes. Con las cuatro cosechas al año que de acuerdo a testimonios se alcanza hoy día sin mayor dificultad, se llega a calcular una producción anual promedia de 690 kilos de coca por cato, o 4.312 kilos por hectárea. Esta rápida aproximación a la productividad promedia que en la actualidad podría tener la coca del Chapare, es sensiblemente mayor a los límites de la tasa promedia que arrojó el estudio de la DEA en 1993 (valor mínimo de 2,047, valor máximo de 2,764), y que fueron usados para los cálculos de ONUDC (2016: 42-43). Con base en la extensión total de 6 mil hectáreas de coca que el informe registró en 2015, la producción potencial del Trópico llegaba ese año a 25.872 TM de coca seca. A principios de 2017, según un observador cercano a la zona, la extensión ya sobrepasaría las 7 mil hectáreas. Con ese dato la producción tropical ya superaría las 30 mil TM, más que duplicando las 14 mil TM que UNODC estimó para 2015 (ibídem: 44). A nivel nacional, la actual producción potencial sería mayor a las 42 mil TM reportadas para fines de 2005, cuando Evo Morales fue electo presidente.
Resumiendo, está claro que la variación de la extensión de coca cultivada (hectáreas), no necesariamente indica un coincidente cambio de la producción (en kilos o TM), sobre todo cuando existen marcadas diferencias entre áreas en cuanto a condiciones y prácticas de cultivación. En ese sentido, la estadística oficial es deficiente y su uso por parte de autoridades bolivianas evidencia un irresponsable sesgo a favor de la promoción del modelo boliviano de reducción y control de cultivos de coca. Aquí no se pone en cuestión el que, en comparación con Colombia o Perú, los métodos puedan estar conllevando menos violencias directas (lo que, como señalado más arriba, también tiene matices). Pero igual que en estos países, la estrategia de control de la coca en el Estado Plurinacional de Bolivia no da evidencia de su supuesta eficacia real en avanzar los declarados objetivos de la prohibición.
La turbia estadística de la interdicción
El discurso oficial de la política de drogas nacionalizada (ver supra), va acompañado de un particular esfuerzo por demostrar que Bolivia está mejor sin que con la antaña cooperación estadounidense, en particular la DEA. Por ejemplo, el informe anual del Ministerio de Gobierno de 2012 presentó la comparación copiada en Tabla 1. De su parte, el referido documento de la estrategia para el período 2016-2020 incluye una muestra de resultados acumulativos en los primeros diez años de gestión gubernamental del MAS. A fines de 2015 el total de operativos realizados había aumentado a 121.095 lo que, haciendo números, indica que la interdicción continuó intensificándose después del 2012.
TABLA 1: Comparación de resultados de la lucha antidrogas con y sin la DEA
LUCHA ANTIDROGAS CON LA DEA 1999-2005 SIN LA DEA 2006-2012
Muertos
28
Pleno respeto a la vida y a los derechos humanos
Heridos
468 OPERATIVOS Y APREHENSIONES
Operativos realizados
32.700
82.978
Aprehendidos
25.512
27.675 SECUESTRO DE DROGA
Cocaína (tn)
55
187
Marihuana (tn)
94
5.461 DESTRUCCIÓN DE FÁBRICAS Y POZAS
Fábricas destruidas
10.621
33.605
Pozas destruidas
13.993
46.565
Fuente: Ministerio de Gobierno, 2012, p. 61
Como señalado antes, estas estadísticas informan sobre la actividad institucional pero por sí solas, no bastan para medir el éxito o los impactos de la interdicción. En ese entendido se hacen de particular interés las importantes variaciones en el reporte oficial más reciente de la incautación anual de cocaína, según el estado de procesamiento: pasta base o clorhidrato. Gráfico 6 muestra la evolución de esos indicadores como también el de la intervención de laboratorios de cristalización (fabricación de cristal o clorhidrato de cocaína), para el período 2006-2016. Según esta estadística el peso total de la pasta base incautada aumentó notablemente hasta 2012 para volver a bajar a su nivel inicial en 2016, mientras que la incautación de clorhidrato de cocaína registró un espectacular aumento entre 2014 y 2016. Respecto este último año cabe señalar que de las 17,8 Toneladas Métricas (TM) de clorhidrato reportadas, cerca de 15,6 TM respondían a dos confiscaciones mayores de más de 8 y 7 TM respectivamente. En sus primeras declaraciones sobre estos casos, las autoridades los presentaron como “golpes duros al narcotráfico internacional”, pero sin especificar la procedencia de tan significativa cantidad de cocaína cristalizada (ABI, 2016). El reporte de la intervención de laboratorios de cristalización – casi todos en el departamento de Santa Cruz – ya se había triplicado de 2011 (total de 25) a 2014 (total de 74), aunque sin resultar en más cocaína incautada (ver Gráfico 6) ni en un aumento de la aprehensión por fabricación de drogas (ver Gráfico 1). ¿Cómo entender a esta tendencia en un período en que la estadística oficial señala una exitosa erradicación de cultivos de coca?
Gráfico 6: Reporte anual de la incautación de pasta base y clorhidrato de cocaína y la intervención de laboratorios de cristalización en Bolivia (2006-2016)
Fuente : Elaboración propia con datos de la FELCN, en: www.felcn.gob.bo
Un primer dato adicional por considerar es que desde por lo menos 2011, el gobierno boliviano ha enfatizado el nuevo rol de Bolivia como país de tránsito para la cocaína peruana. En una visita de 2013, también el comisario de la Unión Europea Andris Piebalgs destacó al tránsito de droga de Perú a Brasil por Bolivia como un eje de prioridad coyuntural (Cusicanqui, 2013). En ese momento estos tres países ya habían formado un acuerdo tripartito a fines de coordinar labores de “control del espacio aéreo, terrestre, lacustre, ribereño [y] en pasos fronterizos” (Mendoza, 2013). Según informara el viceministro de Defensa Social Felipe Cáceres en junio de 2015, las acciones combinadas con Perú habrían logrado neutralizar el puente aéreo mediante el cual ingresaba la cocaína (La Prensa, 2015). Sin embargo, a fines de 2016 un reportaje de la televisión peruana constató la eficaz operación de una ruta aérea de cocaína desde la región de Pasco a Bolivia (ANF, 2016), mientras que la prensa boliviana reportó la incautación de significativas cargas de cocaína peruana que eran recogidas en destino por camión. Aunque estas noticias no siempre aclaraban si se trataba de pasta base o de cristal, el director de la Fuerza Especial de Lucha Contra el Narcotráfico (FELCN) estimó en julio de 2016 que entre 60 y 70% de la cocaína cristalizada incautada en el anterior semestre era de “producción nacional” (Página Siete, 2016). De su parte, un boletín del Consejo Nacional de Lucha Contra el Tráfico Ilícito de Drogas (Conaltid) de la época remarcó que: ”el 95% de la pasta de cocaína que sale vía aérea del Perú, pasa a través de Bolivia, y tiene como principales destinos Brasil, Europa y África Occidental” (Conaltid, 2016b: 11). Ese dato coincidió con información previamente publicada por la Dirección Ejecutiva Antidrogas del Perú (Dirandro) que, además, estimó la cantidad de cocaína saliente en aproximadamente 200 TM (Valverde, 2015: 64). Finalmente, en noviembre de 2016 el viceministro Cáceres adjudicó el aumento de la incautación de clorhidrato de cocaína en el país a la presencia de dos carteles mayores de Brasil que habrían incentivado la cristalización de pasta base peruana en el área fronteriza oriental del departamento de Santa Cruz (Erbol, 2016).

La selección de reportes y declaraciones presentada en líneas anteriores, pone en cuestión al discurso oficial que enfatiza la función de Bolivia como mero país de tránsito de la cocaína peruana. Pues, las noticias dan por entender que el producto ingresa mayormente como pasta base para ser procesado en el oriente boliviano y nuevamente salir en forma purificada. Según precios estimados de mediados de 2016, tal proceso aporta como mínimo un extra valor aproximado de $us 2 mil por kilo de producto final antes de la re-exportación7. En caso que la pasta base transite por el país sin sufrir alteraciones, el valor no aumenta más de $us 550 por kilo. De esta manera se presenta un importante factor de motivación para organizar la cristalización, cuyo potencial nada desdeñable para generar extra ganancias no se hace visible en el discurso oficial que delimita el rol de Bolivia al de país de tránsito. Si en efecto lleguen a ser procesadas 190 TM de pasta base peruana, el ingreso bruto agregado de la transformación en clorhidrato en el país sería $us 380 millones o 1,15% del Producto Interno Bruto (PIB) nacional8. Con base en declaraciones de Dirandro, se ha observado además que el procesamiento de la pasta base peruana se realiza: “mezclándola con fenacetina y el peso de la sustancia se triplica, pero también se cristaliza. De esa manera, […] al salir de Bolivia vale $us 9.000 [por kilo] porque se estiró y se mejoró la calidad de la droga” (Valverde, op.cit.: 64). Partiendo de ese dato, el potencial ingreso bruto agregado de la pasta base peruana se cuadruplicaría. De cualquier manera, la perspectiva de ganancia que brinda la pasta base peruana supera en mucho al potencial valor comercial de la hoja de coca boliviana que, con los altos precios que actualmente registra en el mercado nacional, ha sido calculado en aproximadamente 400 millones de Bolivianos (Hoffmann, 2017), equivalente a $us 57 millones. También la responsabilización del proceso de cristalización a grupos criminales del exterior (según el discurso oficial, principalmente de Brasil y Colombia) levanta preguntas sobre el real significado de la estadística de la interdicción boliviana. De ser cierto que exponentes del crimen organizado controlen esta parte del negocio desde el exterior mediante emisarios o representantes en el país, no hay manera de verificar el nivel de eficacia de la interdicción boliviana con base en los indicadores de uso común de Tabla 1. Como mínimo, la medición tendría que considerar los eventuales impactos inmediatos y no inmediatos en la capacidad operativa de los grupos que, en un momento dado, tienen o comparten el poder sobre la plaza boliviana.

Estadística carcelaria y ensanchamiento de la persecución


Como muestran las observaciones sobre la estadística que han sido presentadas en párrafos anteriores, el levantamiento de datos diferenciados y su presentación desglosada, puede ayudar a despejar dudas para su mejor interpretación y significación. Por eso, el mayor desglose de la estadística del ámbito penitenciario que recientemente comenzó a ser aplicada en Bolivia (ver Gráfico 4) es una mejora relevante. Esta además está en concordancia con la instrucción que hace la nueva ley de drogas – que, como la ley de la coca, fue promulgada en marzo de 2017 – a instituciones públicas y privadas a “proporcionar información oportuna y confiable” (Ley 913, Artículo 41-V). El reciente desglose de datos sobre la población carcelaria permite llegar a una lectura más precisa de las realidades de la persecución policial y penal en el país. Es lo que hacen los siguientes párrafos (de manera parcial), a objeto de comentar el uso oficial de la estadística penitenciaria como expuesto en anuarios que publicó el Ministerio de Gobierno en cumplimiento de normativas de transparencia institucional.

7 Página Siete (2016) cita a datos de ONUDC para el precio de la pasta base en Perú ($us 843 por kilo) e informa precios extra-oficiales en Santa Cruz de $us 1.400 por kilo de pasta base y $us 3.000 para clorhidrato. En la conversión de pasta base a cocaína aplica además un factor de 0,8 por pérdida de peso.

8 En 2015 el PIB registró un valor de $us 33 mil millones (Banco Mundial, en: www.worldbank.org/).

Gráfico 7: Población carcelaria y personas encarceladas por delitos de drogas (2006-2016)
Fuente: Elaboración propia con datos de la Dirección General de Régimen Penitenciario; datos de 2006-2013 según publicación INE (www.ine.gob.bo), de 2014 según Achá (2016), y de 2015-2016 según Achá (2017)

Para el período de fines de 2006 a mayo de 2016, Gráfico 7 muestra el tamaño de la población carcelaria del país, del número de personas en detención preventiva o sentenciada por un delito de drogas, y de la proporción de éste respecto al total de personas encarceladas. El alto porcentaje general que registró la detención preventiva hacia fines de 2012 (85%) y las observaciones críticas al respecto, motivaron al gobierno boliviano a decretar una serie de decretos de indulto, implementados a partir de 2013.
Hasta diciembre de 2015, se reportó un total de 4.734 internos e internas indultados y una disminución de la tasa de detención preventiva a 69% (Achá, 2017: 5). Como indica el gráfico, en 2013 también volvió a bajar el número de personas encarceladas por delitos de drogas, de modo que al cierre de 2015, “por primera vez en 15 años los delitos de drogas dejaron de ser la primera causa de encarcelamiento” (ibídem). Achá adjudica este cambio “al hecho de que una gran parte de los encarcelados por estos delitos eran personas detenidas preventivamente […lo que] parece vincularse con el rol simbólico que tiene la cárcel en la búsqueda de la seguridad ciudadana en un contexto que se caracteriza por la alarma social en torno a la problemática de las drogas” (ibídem: 6). De esta manera, los decretos de indulto pueden en particular haber aliviado el encarcelamiento por delitos de drogas a razón de que sean precisamente los que conllevan un mayor uso de la detención preventiva. Tal lectura augura un impacto poco durable de las medidas de amnistía en las crudas realidades provocadas por un sistema penal en permanente crisis y resistente al cambio estructural. La reversión del decrecimiento de la población encarcelada por drogas en 2016 parece confirmar esa expectativa. Como indican los datos de Figura 4, en agosto de 2016 el número de personas encarceladas por drogas (3.026) estaba a punto de alcanzar el nivel de 3.078 personas que registró en el primer año de la presidencia de Morales. La importante reducción de su participación en la composición de la población carcelaria desde 2006 debe, por ende, ser motivo de preocupación en vez de aplauso.

La duplicación del número total de personas encarceladas en el sexenio previo al primer decreto de indulto, refleja el marcado potenciamiento general de la represión policial y penal en el período de

gobierno del MAS. En ese contexto, el indulto llegó a interrumpir el aumento anual del encarcelamiento a nivel nacional, pero sin revertir la estructural tendencia al crecimiento. El repunte sin precedentes numéricos en mayo de 2016, es muestra de ello. Una anterior revisión de cambios en la composición de la población carcelaria entre 2006 y 2010, llevó a plantear que la política boliviana de seguridad ciudadana dio un nuevo impulso a “la aborrecida justicia de clase” (Roncken, 2014: 182). Estudios recientes sobre la temática reafirmaron esa lectura (Ramírez, 2015; Ramírez y Camacho, 2016), indicando que la observada discrecionalidad de la persecución policial y penal en materia de drogas (ver supra), aplica por igual en el área de la seguridad. En consecuencia, el importante aumento del encarcelamiento en la pasada década, recayó mayormente sobre personas que integran los sectores de la sociedad con menos recursos, menos poder y menos privilegios. Esta condición lleva a postular que la política pública en la presidencia de Morales, conllevó un ensanchamiento de la acción represiva contra poblaciones en situaciones de especial vulnerabilidad. Ello se traduce, por ejemplo, en el hecho de que un determinado joven, además del chance de ser perseguido y caer preso por llevar su vida en cercanía de un nivel inferior del negocio de las drogas, ve aumentado su riesgo de entrar en conflicto con la ley por una (sospechada) vinculación con otras actividades que tienden a ser criminalizadas (integrar una pandilla) o especialmente perseguidas (delitos de poca monta como el hurto). La incursión de drogas y/o el narcotráfico en tal situación de vulnerabilidad complejiza sus problemáticas, por lo que las respuestas requieren un verdadero enfoque integral que, por definición, no puede ser encontrado en la prohibición y su priorización de acciones de prevención, control y vigilancia policial.

La postulación del ensanchamiento de la acción represiva brinda una posible explicación de la comparadamente poca relevancia que otorga el reporte público a la estadística del encarcelamiento.

Por ubicarse en el extremo de la cadena del ejercicio de poder por la vía penal, la cárcel es el escenario que con más claridad manifiesta las cualidades poco loables y falencias del orden social que integra. Por ende, toda información respecto a las funciones y los modos de funcionamiento del sistema carcelario puede resultar comprometedora para quienes promueven, representan, o apoyan a ese orden y como tal, estar sujeta a control.

El enfoque de la prohibición refuerza esta lógica lo que, por ejemplo, se refleja en el hecho de que en 2013, mientras la Defensoría del Pueblo expresaba preocupación por el alto porcentaje de mujeres detenidas por delitos de drogas, en particular microtráfico (Defensoría del Pueblo, 2013: 45)9, los anuarios del Ministerio de Gobierno de la época (2012; 2013; 2014) omitían cualquier dato o referencia al respecto, limitándose a presentar resúmenes de operativos y resultados que invariablemente ilustraban algún declarado mayor éxito de la interdicción. El anuario de 2014 incluyó un capítulo sobre los efectos de la política estatal en la población carcelaria que, sin embargo, estaba enteramente dedicado a cuantificar los beneficiarios de los sucesivos decretos de indulto, y fue presentado sin algún análisis sobre la problemática o la eficacia de las medidas. En un escenario institucional tan poco proclive a la reflexión autocrítica, puede adquirir especial relevancia la llamada de atención de un actor con peso político como UNODC, cuyo representante en el país resaltó en julio de 2016 que en Bolivia el porcentaje de mujeres encarceladas por drogas seguía siendo muy elevado (39%), debido a una “política penal exageradamente punitiva, que […afecta] desproporcionadamente a mujeres que viven en situación de pobreza, abandono familiar, falta de educación y oportunidades” (Mendoza, 2016).
9 La Defensoría citó datos oficiales de 2010 que registraron un encarcelamiento por drogas de 56% entre mujeres. La necesaria pugna por el sentido del control social

Complicidades de alto nivel en la Policía boliviana


La observada orientación prohibicionista que persiste en la mal llamada política de drogas nacionalizada, en las discrecionales prácticas de persecución policial y penal, y en el manejo sesgado e interesado de la información y la estadística, responden a intereses particulares, no al interés público. Entre otros exponentes en los escalones superiores del narcotráfico se mueven con facilidad en tal escenario, que les brinda amplias condiciones para apoyarse en la institucionalidad estatal a fines de establecer y mantener dominio sobre territorios de su interés. El diagnóstico realizado en párrafos anteriores invitan a visualizar al narcotráfico: “… no como una línea horizontal entre productores y consumidores sino, como un triángulo. En la cúspide se encuentran gobiernos cuyas agencias civiles y militares de inteligencia en los hechos permiten la recurrente protección de los capos de las drogas que tienen por debajo” (Dale Scott y Marshall, 1991: 187). Según observaron Dale Scott y Marshall a principios de los años ‘90, la permanente diseminación de prácticas basadas en ese modelo a través de la política exterior estadounidense, se había traducido en una normalizada interdicción selectiva a lo largo del continente. Las entidades encargadas gozaban altos niveles de autonomía por lo que no encontraban mayor dificultad para aliarse con aquellos grupos y redes del narcotráfico que en un momento dado, mostraban capacidad para imponerse sobre su competencia.
También la historia del negocio de la cocaína boliviana evidencia una sostenida presencia de este tipo de dinámicas desde su mayor incursión con la entrada en vigencia del prohibicionismo en Perú a fines de los años ‘40 (Gootenberg, 2007). Ha habido épocas en que las Fuerzas Armadas llegaron a protagonizar la vinculación entre Estado y narcotráfico. Entre la segunda mitad de los años ‘80 y el primer quinquenio de los ‘90 el protagonismo principal se trasladó a la institución policial donde aún parece estar asentado. A principios de 2011 el General (r) René Sanabria Oropeza de la Policía Nacional Boliviana (PNB) fue arrestado en Panamá por la DEA y llevado a Estados Unidos para enfrentar cargos de narcotráfico. La institución policial y el gobierno boliviano manejaron el tema con suma reserva, de modo que la población no tenía mayores pistas sobre el trasfondo del caso. Se conoció, sin embargo, que un informe de inteligencia reportó sospechas de complicidad contra Oscar Nina Fernández, en ese momento comandante máximo de la PNB. Nina fue destituido, pero recién sería aprehendido en marzo de 2015 y no se llegó a conocer más sobre la probable vinculación entre ambos casos. En abril de 2011, al calor de preocupaciones sobre la anunciada instauración de sanciones disciplinarias más duras en su institución, “fuentes policiales, que pidieron reserva de identidad” reportaron una reunión interna en Cochabamba en la que, analizando los posibles efectos de la captura de Sanabria, se había identificado: “tres niveles de corrupción: administrativa, operativa e institucional. […] Acerca de la corrupción institucional, se dijo que no ha habido cambios profundos y que la organización aún se maneja como una ‘pseudoinstitución’. Y en los momentos más tensos de la reunión se habló de la pasividad frente a los uniformados implicados en narcotráfico” (Vásquez, 2011).

A fines de 2014 el Ministerio de Transparencia Institucional y Lucha Contra la Corrupción, publicó conclusiones similares de una indagación sobre el funcionamiento de la Fuerza de Lucha Contra el Crimen (FELCC) en cinco ciudades mayores del país. A tiempo de afirmar que: “La Policía Boliviana, altamente jerarquizada y centralizada, cuenta con una autonomía operativa, administrativa y financiera, convirtiéndose en una institución susceptible a controles internos y externos”, el reporte
de investigación observó que: “Sin embargo de ello, no han sido tradicionalmente abiertos y prácticos a los controles internos ni externos de todas las actividades que realizan, tampoco a evaluaciones permanentes de su desempeño ni al control social, omisiones que dan lugar a la comisión de actos de corrupción […]” (Ministerio de Transparencia, 2014: 5). Frente a ello, se expresó la intención de usar los resultados del estudio para implementar proyectos que permitiesen “paliar el incremento de los actos de corrupción en que incurren los servidores públicos policiales” (ibídem). Hasta la fecha, sin embargo, ni la institución policial ni el Gobierno nacional han dado muestra de apuntar a un cambio en la especial reserva con la que manejan la información sobre casos de sospechada complicidad de alto nivel en la PNB. Tampoco la nueva ley de drogas (ver supra) toma en cuenta a estas realidades sino, al contrario, reafirma la exclusividad de competencias institucionales en la materia. Visto que no especifica modos para garantizar un eficaz ejercicio de monitoreo independiente sobre la práctica policial, la normativa también apunta a avalar y potenciar la autonomía operativa que esta ha podido adquirir y legitimar en décadas de dominancia prohibicionista.

El deplorable estado de los mecanismos de control


El que las instituciones a cargo de la ejecución de las políticas de drogas y de seguridad, persisten en su mirada prohibicionista, su discrecionalidad represiva y su presentación parcial, descontextualizada, acrítica, y hasta distorsionada de la información y estadística; compromete a la transparencia de toda la gestión estatal y aumenta su vulnerabilidad frente a las dinámicas de cooptación y conquista de territorios del narcotráfico. En principio, el modelo de la democracia representativa ofrece varios mecanismos de control que pueden contrarrestar esas falencias, entre ellos el control parlamentario, el seguimiento desde la prensa, y la veeduría ciudadana directa. La reciente historia boliviana revela la existencia de importantes dificultades operativas en cado uno de estos instrumentos del ámbito nacional. En cuanto al parlamento, las más de siete años de absoluta hegemonía que ejerce el MAS desde 2010 en ambas cámaras de la Asamblea Legislativa Plurinacional, han erosionado las condiciones para el cumplimiento de las funciones de control externo independiente que la población boliviana confió a sus representantes electos.

En el mismo período también se manifestó un preocupante debilitamiento del escrutinio crítico sobre características y consecuencias de la acción estatal en los medios de comunicación. Comparado con otros países de la región, Bolivia tiene una práctica del periodismo de investigación poco arraigada. En años recientes esta debilidad histórica derivó en algunos notables casos de hostigamiento a profesionales del medio quienes constituyen el reducido grupo de individuos que hacen la excepción a la regla. Ya en febrero de 2012 resaltó una amenaza de procesamiento penal en contra del Canal 11 de Cochabamba que realizaba indagaciones independientes sobre actividades del narcotráfico en el Chapare tropical y, según la Fiscalía de Sustancias Controladas, debería haber “sentado una denuncia sobre el presunto tráfico de coca y precursores para la fabricación de cocaína en el Valle de Sajta” (Los Tiempos, 2012). Sea o no por impacto de acciones de amedrentamiento, un seguimiento del posterior reporte escrito de la prensa local, llevó a constatar la: “virtual desaparición de toda información pública de utilidad sobre lo que ocurre en los escalones mayores del negocio de las drogas en Bolivia.” (Roncken, 2016: 256; inclinación en el original).
La veeduría ciudadana, de su parte, puede actualmente apoyarse en el reconocimiento del derecho a la Participación Ciudadana y Control Social en la Constitución Política del Estado Plurinacional de Bolivia (CPE,2009, Artículos 241-242). Según aclara Komadina (2011), la literatura sociológica distingue dos sentidos del control social. En su sentido positivo, la acción de control es ejercida desde la sociedad hacia el Estado, a fines de consolidar el bien común. En cambio, el control social en sentido negativo, consiste en una acción de vigilancia y control que el Estado despliega en la sociedad para fortalecer y legitimar su poder. 

Los mecanismos de Control Social cuya implementación instruye la actual constitución boliviana, responden al referido sentido positivo y como tal, integran el contrapeso que ha de equilibrar las relaciones de poder entre Estado y sociedad, en resguardo de un proceso democrático saludable (Rosanvallon, 2007, en Komadina, op.cit.). Según puntualiza Komadina (ibídem: 10-11), ello demanda que los actores sociales involucrados tengan: autonomía política; representación diversa en reflejo del interés común; la posibilidad de desplegar recursos de poder (por ejemplo, mediante su acceso a información oportuna y confiable), y una eficaz práctica de control sobre sus propias acciones desde la ciudadanía. La nueva normativa reafirma el acceso formal a este derecho ciudadano en materia de sustancias controladas, “a través de la participación de la población en sus diferentes estructuras” (Ley 913, Artículo 8-b), pero aún precisa una reglamentación que garantice su eficaz ejercicio. A falta de prácticas consolidadas en ese sentido, el área política colindante de la Seguridad Ciudadana ofrece el antecedente empírico más cercano. Estudios recientes en esa área indican que los mecanismos de participación ciudadana y control social que fueron implementados en esa área, operan esencialmente en función del normalizado reforzamiento de la labor policía. De esta manera, en lugar de ejercer un importante derecho, se comenzó a promover una agencia ciudadana que: “masifica la identificación acrítica con el control social vigilante y represivo […], y aleja la ciudadanía de la constitucionalizada noción de Control Social que instruye una permanente veeduría ciudadana al funcionamiento de la institucionalidad estatal” (Roncken, 2016: 257; inclinación en el original).
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1 Theo Roncken, es coordinador de Acción Andina – Bolivia. 

Este artículo fue elaborado en el marco de investigaciones de la plataforma Coca Orgánica, Libre e Informada (COLI) y de la Universidad Mayor de San Simón (UMSS) de Cochabamba, Bolivia.

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